"ROSTROS" cuento de Yasunary Kawabata.

El autor, Premio Nobel de Literatura en 1968, autor escribió durante de su vida, 146 cuentos o relatos breves que podrían ser escritos sobre la palma de la mano, que según él representan la esencia de su arte. Dice: "El espíritu poético de mi juventud vive en ellos". Pueden ser considerados como los haihu de la prosa y contienen toda la sutileza, belleza, erotismo, amor y desamor, agudeza y elegancia propia de su escritura.
Publicadas en español en varias ediciones, entre ellas "Historias en la palma de la mano" Emece Editores, 2007. B. Aires.


ROSTROS. (1932)
Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella muchas veces también lo hacía la audiencia. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.
No había un actor en la compañía capaz de hacer llorar a tantos en la platea como lo lograba esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz una niña.
- No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella – dijo el padre.
- Tampoco se parece a mí – dijo la joven – pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero al que no pudo comprender. Y sabrán que su vida como una niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta que existía un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde donde hacía llorara a la audiencia, y el mundo real.
Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.
Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la nuiña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.
Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.Unos diez años más tarde, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se puso a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Pero ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.
"El Sonido de la Montaña" (1954) Yasunari Kawabata. Comentario desde el Capítulo "Peces Otoñales"

“El Sonido de la Montaña” (1954) es otra de las grandes obras del Premio Nobel japonés Yasunari Kawabata. 
En esta novela, Kawabata describe con fuerte simbolismo los días finales de Ogata Shingo, y la obra la comento desde la perspectiva de “Peces Otoñales”, es el último capítulo de de la novela.
Parece injusto para los posibles lectores de un libro comentar su final y darlo a conocer, es como revelar quién fue el asesino en una novela de misterio. Sin embargo en el caso de “El Sonido de la Montaña”, el final paradójicamente es inconcluso, podríamos decir que virtual y casi irrelevante para disfrutar de cualquier capítulo del libro. Por esto me he atrevido a hacer este inusual comentario, en que el final del libro me permite esbozar una idea del resto de la obra.
Lo he escrito con la humildad de quien no es letrado de profesión ni crítico literario avezado. Son las ideas que han surgido espontáneamente de la lectura de este libro, cuyo contenido a veces debe ser leído y releído para comprender su significado, pero encontrando a cada paso esos momentos sublimes de meditación, emoción y sensualidad propios de Kawabata. Un ejemplo es la reacción de Shingo, el anciano héroe de nuestra novela, ante una máscara de Noh:
“Al acercar su cara (a la máscara de Noh), la piel luminosa como la de una jovencita, se suavizó ante sus envejecidos ojos, y la máscara cobró vida, cálida y sonriente. Contuvo el aliento. A unos seis u ocho centímetros de sus ojos, una doncella llena de vida le sonreía, límpida y bellamente.
Los ojos y la boca estaban verdaderamente vivos. Las cuencas vacías estaban ocupadas por pupilas negras. Los labios rojos se habían vuelto sensualmente húmedos. Conteniendo la respiración se aproximó rozando la nariz de la máscara con la suya. Las pupilas negras flotaron hacia él y la carne del labio inferior palpitó. Tuvo la tentación de besarla. Pero se apartó con un suspiro.
Le dio la impresión, a cierta distancia, de que todo había sido mentira. Por un instante jadeó con pesadez.”
Ogata Shingo, anciano para la época, 62 años en el Japón de post guerra, pero aún activo y trabajador, se mantenía firme en sus tradiciones ancestrales, su honor y su sentido patriarcal. Sin embargo, los cambios sociales de la época, la forma de vida de las nuevas generaciones incluyendo su familia y su propia sensualidad le plantean interrogantes y conflictos que van conformando el entramado complejo de sus últimos días.
Esta novela, especie de drama del día a día, la escribe Y. Kawabata con su habitual delicadeza y elegante finura de lenguaje a que estamos acostumbrados, pero de pronto, nos sorprende con diálogos de frases directas, casi brutales, en las que explota el conflicto familiar, social y sensual subyacente, sin perder para nada la elegancia y genialidad que lo caracterizan.
Desde el comienzo de la novela, Shingo se ha percatado de su pérdida de memoria y de pronto, en forma premonitoria, un sonido extraño, el sonido de la montaña, lo golpea en la soledad de la noche con un anuncio de muerte. "Aunque apenas se había iniciado agosto, los insectos de otoño ya estaban allí cantando; hasta se oía el goteo del rocío de una hoja en otra. Entonces oyó a la montaña. No era el viento. Con la luna casi llena y la humedad en el aire bochornosos, la hilera de árboles que dibujaba la silueta de la montaña, estaba borroneada, inmóvil. En la galería, ni una sola hoja de helecho se movía.
En los retiros de montaña de Kamakura, algunas noches se podía oír el mar. Shingo se preguntó si habría sido el sonido del mar. Pero no, había sido la montaña.
Era como un viento lejano, pero con la profundidad de algo que retumbara dentro de la tierra. Sospechando que podía tratarse de un zumbido en sus oídos, Shingo sacudió la cabeza. El sonido se interrumpió y, de repente, tuvo miedo. Un escalofrío, como un anuncio de que la muerte se aproximaba. Quería interrogarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de sus oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. La montaña. Como si un demonio con su paso la hubiera hecho sonar.”
“Peces Otoñales”, parece comenzar en la forma típica de un último capítulo de cualquier novela. En forma directa y cruda dice: “Sucedió una mañana de octubre. …”, pero lo que sucede, dramático en sí mismo, no es el final, es el comienzo de una suerte de resumen general de los conflictos descritos en los capítulos anteriores, conflictos a menudo velados, otras veces manifiestos pero contenidos, que poco a poco se han ido incrustando bajo la piel y en la mente de Shingo, no solo por este entrevero complejo de sus firmes valores tradicionales y las nuevas costumbres de postguerra, sino también por una fuerte carga de erotismo ilícito que lo perturba ante el recuerdo de su cuñada fallecida, cuya belleza admiraba y le atraía y no puede olvidar. También es peturbadora la presencia en su hogar de la bella Kikuko, su nuera, esposa de su hijo Shuichi, hombre “moderno”, desapegado e indiferente, que pareciera adivinar sin decirlo, los pensamientos de Shingo.
La atracción de Shingo por Kikuko se desarrolla con una delicadeza textual, que es a la vez fuerte y sutil, hasta alcanzar ribetes de sublime dramatismo. Shingo conversa con Kikuko:
“…¿por qué tú y Shuichi no van a vivir a otro lugar?
Kikuko levantó la vista sorprendida, y se acercó a él.
-Estaría preocupada – Su voz era demasiado baja como para que Yasuko, la esposa de Shingo, la pudiera oír – Me preocupa él.
-¿Lo abandonarías?
- Si lo hiciera, podría preocuparme de usted con mayor dedicación – dijo en tono serio.
- Una desgracia para ti.
- Lo que se hace con gusto nunca puede serlo.
Shingo estaba sorprendido. Por primera vez le vio una expresión apasionada. Presintió el peligro.”
Shingo no puede descansar. Su vida tranquila ha devenido en un torbellino que no puede controlar.
Y. Kawabata nos lleva a la “última cena”, pequeño aunque gran resumen de la obra. Es una cena familiar escrita con la simpleza propia de un acto tan cotidiano como cenar, pero cargada de emociones contradictorias que no son más pinceladas que retratan la situación “disfuncional” (en términos actuales) de Shingo y su familia, cena que es también el preámbulo del simbólico final:
“Cuando terminaron de comer, el primero en abandonar la mesa fue Shuichi. Y luego Shingo, que se frotaba un calambre en la cintura. Con mirada ausente recorrió la sala y encendió la luz.
-Los calabacines de tu arreglo se están encorvandos -le avisó a Kikuko - Son demasiados pesados.
Pero aparentemente el ruido que hacían al lavar la vajilla impidió que pudieran oírlo.”
Comentario de Francisco Guerrero C.
Marzo 2009.
Santiago – Chile.