Federico García Lorca

19 de Agosto de 1936 murió asesinado el poeta Federico García Lorca

Debajo de un olivo de Granada, que parece susurrar secretos, está enterrado Federico García Lorca.
Los árabes llaman ese lugar convertido en fosa común la Fuente de las Lágrimas. Miles de fusilados duermen allí, víctimas de la Guerra Civil Española.
A Federico lo sacaron de la casa de su amigo el poeta Luis Rosales, cuyos hermanos mayores eran falangistas. Federico vivía desde hacía quince años en Madrid y solo regresaba a su tierra natal en el verano a ver a su familia. La misma familia decidió protegerlo escondiéndolo en la casa de los Rosales en Granada. Y Federico creyó siempre que en Granada no le pasaría nada. Un día antes de su muerte, el 15 de agosto, se encontró inesperadamente en el bar Lyon d´Or, con su amigo José Pepín Bello, con el que compartió vivencias en la Residencia de Estudiantes de Madrid. ¿Cómo ves todo?, le preguntó a su amigo, a propósito de la tensión delirante del clima político de España en aquel 1936. “Lo veo muy mal, Federico, muy mal”. Federico abrazó a su amigo y se fue para Granada. Allá lo esperaba la muerte. Fue detenido al día siguiente y fusilado en la madrugada del 17 de agosto. Tenía 38 años. (ElUniversal.com.co)
CLAMOR

En las torres
amarillas,
doblan las campanas.

 Sobre los vientos
amarillos,
se abren las campanas.

 Por un camino va
la muerte, coronada,
de azahares marchitos.
Canta y canta
una canción
en su vihuela blanca,
y canta y canta y canta.

 En las torres amarillas
cesan las campanas.
El viento con el polvo
hacen proras de plata

Poema "Sol del Trópico" Gabriela Mistral. 1938

GABRIELA MISTRAL "Tala" 1938. AMERICA - DOS HIMNOS
A don Eduardo Santos
I.-SOL DEL TROPICO

Sol de los Incas , sol de los Mayas ,
Maduro sol americano
Sol en que mayas y quichés
Reconocieron y adoraron
Y en el que viejos aimaraes
Como el ámbar fueron quemados.
Faisán rojo cuando levantas
Y cuando medias, faisán blanco
Sol pintador y tatuador
De casta de hombres y de leopardo .
Sol de montañas y de valles,
De los abismos y los llanos,
Rafael de las marchas nuestras,
Lebrel de oro de nuestros pasos,
Por toda tierra y todo mar
Santo y seña de mis hermanos.
Si nos perdemos que nos busquen
En unos linos abrasados,
Donde existe el árbol del pan
Y padece el árbol del bálsamo .

Sol del Cuzco, blanco en la puna .
Sol de México, canto dorado,
Canto rodado sobre el Mayab ,
Maíz de fuego no comulgado,
Por el que gimen las gargantas
Levantadas a tu viático ;
Corriendo vas por los azules
Estrictos o jesucristianos ,
Ciervo blanco o enrojecido
Siempre herido, nunca cazado...

Sol de los Andes, cifra nuestra,
Veedor de hombres americanos,
Pastor ardiendo de grey ardiendo
Y tierra ardiendo en su milagro,
Que ni se funde ni nos funde,
Que no devora ni es devorado;
Quetzal de fuego emblanquecido
Que cría y nutre pueblos mágicos;
Llama pasmado en rutas blancas
Guiando llamas alucinados...

Raíz del cielo, curador
De los indios alanceados;
Brazo santo cuando los salvas,
Cuando los matas, amor santo.
Quetzalcóal , padre de oficios
De la casta de ojo almendrado,
El moledor de los añiles ,
El tejedor de algodón cándido .
Los telares de indios enhebras
Con colibríes alocados
Y das las grecas pintureadas
Al mujerío de Tacámbaro .
¡Pájaro Roc , plumón que empolla
dos orientes desenfrenados!

Llegas piadoso y absoluto
Según los dioses no llegaron,
Tórtolas blancas en bandada,
Maná que baja sin doblarnos.
No sabemos qué es lo que hicimos
Para vivir transfigurados.
En especies solares nuestros
Viracochas se confesaron,
Y sus cuerpos los recogimos
En sacramento calcinado.

A tu llama fié a los míos,
En parva de ascuas acostados.
Sobre tendal de salamandras
Duermen y sueñan sus cuerpos santos.
O caminan contra el crepúsculo,
Encendidos como retamos,
Azafranes contra el poniente,
Medio Adanes , medio topacios .

Desnuda mírame y reconóceme,
Si no me viste en cuarenta años,
Con Pirámide de tu nombre ,
Con pitahayas y con mangos ,
Con flamencos de la aurora
Y los lagartos tornasolados.

¡Como el maguey , como la yuca ,
como el cántaro del peruano,
como la jícara de Uruapán ,
como la quena de mil años,
a ti me vuelvo, a ti me entrego,
en ti me abro, en ti me baño!
Tómame como los tomaste,
El poro al poro, el gajo al gajo,
Y ponme entre ellos a vivir,
Pasmada dentro de tu pasmo.

Pisé los cuarzos extranjeros,
Comí sus frutos mercenarios;
En mesa dura y vaso sordo
Bebí hidromieles que eran lánguidos;
Recé oraciones mortecinas
Y me canté los himnos bárbaros ,
Y dormí donde son dragones
Rotos y muertos los Zodíacos .

Te devuelvo por mis mayores
Formas y bulto en que me alzaron.
Riégame así con rojo riego;
Dame el hervir vuelta tu caldo.
Emblanquéceme u oscuréceme
En tus lejías y tus cáusticos.

¡Quémame tú los torpes miedos,
sécame lodos, avienta engaños;
tuéstame habla, árdeme ojos,
sollama boca, resuello y canto,
límpiame oídos, lávame vistas,
purifica manos y tactos!

Hazme las sangres y las leches,
Y los tuétanos y los llantos.
Mis sudores y mis heridas
Sécame en lomos y en costados.
Y otra vez íntegra incorpórame
A los coros que te danzaron,
Los coros mágicos, mecidos
Sobre Palenque y Tihuanaco .

Gentes quechuas y gentes mayas
Te juramos lo que jurábamos.
De ti rodamos hacia el Tiempo
Y subiremos a tu regazo;
De ti caímos en grumos de oro,
En vellón de oro desgajado,
Y a ti entraremos rectamente
Según dijeron Incas Magos .

¡Como racimos al lagar
Volveremos los que bajamos,
Como el cardumen de oro sube
A flor de mar arrebatado
Y van los grandes anacondas
Subiendo al silbo del llamado!
..................


"Sol del Trópico" Comentarios desde su re-lectura.

Es muy probable que la estrecha relación de carácter casi religioso, entre G. Mistral y la naturaleza, que marca fuertemente gran parte de su poemario, tenga sus raíces en la infancia de la autora, quien desde niña tuvo una relación muy particular con el ambiente natural que la rodeaba.

Gabriela creció rodeada y empapada por el paisaje agreste de su Elqui siempre amado, ausente y lejano. Nació y se crió entre montañas y vientos arrebolados, entre flores rústicas, suaves y perfumadas, entre roqueríos ardientes por el sol nortino, riachuelos y aves silvestres. Ahí fue donde desarrolló su gran amor por la naturaleza, amor que con el tiempo, los viajes y el conocimiento de América se fortaleció y acrecentó en una evolución casi religiosa, mística, a veces algo pagana.

Y fue sospechosa ya en su adolescencia por esta relación con la naturaleza tildada de cercana al paganismo. Hacia 1908, postulando a la escuela normal para obtener el título de maestra fue rechazada por la intervención de un canónigo, para quién, sus pocos versos publicados los consideró como una admiración pagana por la naturaleza,  paganismo impropio en una alumna de la escuela normal. Afortunadamente en Abril de ese año recibió nombramiento de directora de la escuela rural de La Cantera.

Gabriela siempre profesó una profunda fe cristiana, de un “cristianismo primitivo ” y místico, alejado de las prácticas y rituales de la Iglesia Católica en se crió, siempre se reconoció cristiana pero afirmó no ser católica. Nunca abandonó su fe a lo largo de la vida, incluso en aquellos períodos en que exploró filosofías orientales. Esta fe propia de Gabriela, en una suerte sincretismo de plena coherencia con su poesía y prosa, se complementó con una cosmovisión de bases americanas. Fue la suya una religión “indo-cristiana” como ella misma la llamó.

Lo indo-americano se plasmó en un amor profundo, casi tan desgarrado como sus amores humanos y tan místico como su vocación franciscana, por los más variados dioses que compartieron su infancia y sus raíces: montañas, viento, nubes, sol...

Así, cuando en tierras mexicanas inició su conocimiento de América más allá de su Elqui y de su Chile, cuando recorrió mundo y vivió en la extranjería, cuando sufrió y curó penas de amor y de muerte, su corazón abrazó con fuerza y pasión el ámbito extenso del continente americano, desde los mayas hasta los quechuas, desde Palenque a Tiahuanaco, todo bajo el Gran Dios Sol que “piadoso y absoluto” reinaba desde el Trópico sobre el continente todo. De este amor pagano nació “Sol del Trópico”, poema, himno y oración a la vez.

Gabriela lo justifica ante la ausencia de un canto de tono mayor, “de una voz entera que tenga el valor de allegarse a esos materiales formidables ”: la Cordillera, los monumentos indígenas, los cerros, los soles. Es necesario dice, “balbucear ” su presencia a los jóvenes.
Sin embargo, su canto no es un balbuceo, es un himno de tomo y lomo, el canto propicio para alabar a los dioses. Y al dios Sol lo llama, lo reclama con fuerza, reconociéndole la vastedad de sus dominios:

Sol de los Incas, sol de los Mayas,
maduro sol americano,
.............................

Sol de montañas y de valles,
De los abismos y los llanos
........

Sol del Cuzco, blanco en la puna,
Sol de México canto dorado,
Canto rodado sobre el Mayab,
............

Sol de los Andes, cifra nuestra,
veedor de hombres americanos,
...................

Sol que reinaba desde antiguo, “en el que viejos aimaraes/ como el ámbar fueron quemados” y hacia el cual iremos en la consumación de nuestras vidas “De ti rodamos hacia el Tiempo / y subiremos a tu regazo”.... “y a ti entraremos rectamente / según dijeron Incas Magos.”
Le reconoce poderes y se los alaba pues los ejerce como deidad protectora incluso en la muerte: “Raíz del cielo, curador / de indios alanceados; / brazo santo cuando los salvas, / cuando los matas, amor santo.”
Y ¿talvez en un reproche por sufrimientos propios? le reconoce bondad que su Dios cristiano no le brindó:

“Llegas piadoso y absoluto /
según los dioses no llegaron,
tórtolas blancas en bandada,
maná que baja sin doblarnos.”

Son estos versos muy fuertes para la pluma de un cristiano que abraza con fuerza su fe. La palabra escrita y más aún el verso tiene una fuerza que supera la simple definición de diccionario. Aparentemente, Gabriela no es una mujer que olvida fácilmente sus sentimientos, y su vida no está exenta de episodios dramáticos de amor, de muerte y de soledad. Estos versos al parecer, trasuntan cierto rencor del alma, un reproche de impiedad que la llevan a la entrega, como una catarsis de fe, a su dios Sol.

¡Como el maguey, como la yuca,
como el cántaro del peruano,
como la jícara de Uruacán
como la quena de mil años,
a ti me vuelvo, a ti me entrego,
a ti me abro, en ti me baño!
Tómame como los tomaste
El poro al poro, el gajo al gajo,
Y ponme entre ellos a vivir
Pasmada dentro de tu pasmo.


Gabriela no puede dejar de meditar sobre sus años de extranjería, sobre sus experiencias mundanas y cómo al final de un largo recorrido vuelve a su dios Sol. Lo reconoce como un padre al que dejó y vuelve como el hijo pródigo.

Pisé los cuarzos extranjeros,
Comí sus frutos mercenarios;
En mesa dura y vaso sordo
bebí hidromieles que eran lánguidos;

No “se haya” entre los extranjeros, a pesar que cantó “los himnos bárbaros / y dormí donde son dragones / rotos y muertos los Zodíacos”.
Vuelve y desea purificarse, liberarse de miedos y falsedades y ser más auténtica como “los coros mágicos, mecidos / sobre Palenque y Tiahuanaco.

¡Quémame tú los torpes miedos,
sácame lodos, avienta engaños;
tuéstame habla, árdeme ojos,
sollama boca, resuello y canto,
límpiame oídos, lávame vistas,
purifica manos y tactos.

Para finalmente, en la consumación de los tiempos, en una promesa de gran sincretismo indo – cristiano, como el retorno de Adán y Eva al Paraíso, “subiremos a tu regazo” ...... “y a ti entraremos rectamente / según dijeron Incas Magos.”

Es lo americano y lo cristiano en comunión, en una cosmovisión que no está alejada de las formas de fe propias del habitante común de nuestros territorios, propias del nativo, de la generalidad de las etnias, que en sus diferentes manifestaciones religiosas incorporaron elementos de la fe nueva, del Evangelio que trajo el conquistador, a su propia cosmovisión. En este sentido, Gabriela es americana como lo es el nativo americano, está unida y vive en comunión de fe con ellos, en una ligazón que parte desde sus raíces y que el tiempo madura y cimienta en un sentimiento compartido de identidad religiosa indo-cristiana.



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Bibliografía:

1. Rolando Manzano C. “La Agónica Americaneidad de Gabriela Mistral”

2. Marta Elena Samatán. “G.Mistral campesina del Valle de Elqui” Instituto de Amigos del Libro Argentino. B. Aires, 1969.

3. Jaime Quezada “Bendita sea mi lengua. Diario íntimo de Gabriela Mistral”. Biblioteca del Bicentenario. Planeta, 2002.

4. Luis Oyarzún. “El sentimiento Americano en Gabriela Mistral”. Antática Nº 15/16. Noviembre – Diciembre 1945.

5. Julio Molina M. “Naturaleza americana y estilo en Gabriela Mistral” Anales de la Universidad de Chile. Año CXV, Nº 106, 1957.

6. Gastón von dem Bussche. “Visión de una poesía”. Id.

7. Jorge Etcheverry “El friso de América” en G. Lillo y J. G. Renart (Edits.) “Releer hoy a G. Mistral. Mujer, Historia y Sociedad en A. Latina” U. de Ottawa. Canadá, 1997.

8. Palma Guillén de Nicolau. Introducción a “Desolación, Ternura, Tala, Lagar” Colección “Sepan Cuantos…” Ed. Porrúa, S.A. México 1986.



Francisco Guerrero Castex.

2004, re-ed. 2012, Santiago. Chile.

"El Miedo a Ser Nosotros Mismos"

2002, Revisión 2012

“El miedo a ser nosotros mismos” es una frase que llama a extensas reflexiones.

Existe un consenso universal sobre la necesidad de ser uno mismo, de ser auténtico. El mismo consenso parece haber con respecto a que muy frecuentemente no lo somos. Y se repite también, en forma universalmente generalizada, que no lo logramos por miedo, miedo a ser nosotros mismos. Tan frecuente son estas afirmaciones, que casi parecen un cliché, que de tanto repetirlo, ha perdido significado, como si por el uso se hubiera desgastado.

Con todo, de tanto en tanto, alguna persona, por sus opiniones y su actuar nos parece muy auténtica y decimos “este sí que es real, este es auténtico” y tenemos la molesta sensación de que él es “si mismo” y que nosotros no lo somos.

Puede ser complejo este imperativo, esta necesidad de autenticidad. Pero es vital en cuanto importa un compromiso de base, a conciencia con nuestro devenir diario y nuestra perspectiva del mundo, que en el fondo es la historia. Pero no la historia de enciclopedia, sino la historia real, aquella que se entrelaza y asumimos día a día en nuestra cotidianeidad. Aquella historia de la cual, entrelazada con múltiples otras historias, nos hacemos cargo aunque nos pese, pues en ella nos realizamos (consumamos) en nuestra vida. De este compromiso de autenticidad tenemos miedo.



¿Pero, por qué este miedo a ser auténticos, a ser nosotros mismos?

Porque tenemos un criterio ascensional (R. Kusch) profundamente arraigado en nuestro ser de cultura occidental. En nuestras sociedades ciudadanas impera este criterio ascensional que nos obliga a ser más, en el sentido de destacarnos y sobresalir en nuestras actividades, nos obliga a tener más títulos, reconocimientos, dinero, poder y figuración social. En definitiva, nos obliga a “ser alguien”. Solo siendo alguien seremos respetados por nuestros pares. Si no somos alguien, pasaremos inadvertidos, no seremos nada, será como si careciéramos de humanidad, como si nuestro ser mismo se desvaneciera en la nada, y nuestro destino en la vida, nuestro devenir cotidiano y su consumación en el tiempo y la historia serán nulos, sin valor.

Así, ocurre que nuestro ser auténtico se va cubriendo poco a poco de miedos sobre miedos, miedo a perder nuestros ascensos, a perder reconocimiento, a no alcanzar una meta profesional, a no poder adquirir ciertos bienes. Desde temprana edad en nuestras vidas, vamos adhiriendo a la necesidad de “ser alguien” y si no somos lo suficientemente fuertes terminaremos en fieles adoradores de ídolos falsos: el dinero, la moda, los lujos, el poder, lo “políticamente correcto”, las apariencias, etc. Todas estas son externalidades que nos identifican como “alguien” ante los ojos de los demás. Somos alguien en tanto mostramos o aparentamos, fuera de nosotros mismos “más allá de nuestra piel”, el poseer bienes materiales, poder, títulos o prebendas, elementos válidos para el criterio ascensional de nuestra cultura.

Así pues, el miedo a ser uno mismo, es el miedo a no tener nada bajo la pintura falsa de nuestras externalidades. Es el miedo a perder todo aquello que es reconocido como de valor para ser alguien. Es el miedo a no ser nada.



No estoy renegando de la sociedad y sus normas, del trabajo y sus beneficios, de aquellos bienes materiales que facilitan el diario vivir, la educación, las comunicaciones, la salud, y no quiero prejuzgar en todos el criterio ascensional que impediría a todo ciudadano ser auténticamente “alguien”, de la posibilidad del hombre por ser auténtico. Si reniego de la esclavitud irracional impuesta por nuestros miedos y de la idolatría por el criterio ascensional que nos obliga a la adquisición sin medida de externalidades que supuestamente serían los únicos avales para nuestro “ser alguien”.

Más aún, no debemos dejar de reconocer los esfuerzos de quienes logran ser auténticos. Y debe haber seres auténticos y realizados, porque la autenticidad, como hemos dicho, es un imperativo, una necesidad de vida relacionada con nuestro asumir la historia e intentar resolverla en nuestra cotidianeidad. En cierta forma es transferir a nuestra cotidianeidad el sentido de la historia.

El que es auténtico brilla con luz propia, es reconocido en su grupo social por sus cualidades verdaderas y no por sus externalidades. Este ser, reconocido como auténtico ha eliminado uno a uno sus miedos, ha eliminado la pintura falsa de las externalidades y ha hecho aparecer desde lo más profundo, ha externalizado, sus valores auténticos y su compromiso en el día a día hacia su consumación (realización), llegando a ser estos valores y su vida de compromiso, aquello que ante los demás le permite ser reconocido como una persona que “es alguien”.



FGC.
"ROSTROS" cuento de Yasunary Kawabata.

El autor, Premio Nobel de Literatura en 1968, autor escribió durante de su vida, 146 cuentos o relatos breves que podrían ser escritos sobre la palma de la mano, que según él representan la esencia de su arte. Dice: "El espíritu poético de mi juventud vive en ellos". Pueden ser considerados como los haihu de la prosa y contienen toda la sutileza, belleza, erotismo, amor y desamor, agudeza y elegancia propia de su escritura.
Publicadas en español en varias ediciones, entre ellas "Historias en la palma de la mano" Emece Editores, 2007. B. Aires.


ROSTROS. (1932)
Desde los seis o siete años hasta que tuvo catorce o quince, no había dejado de llorar en escena. Y junto con ella muchas veces también lo hacía la audiencia. La idea de que el público siempre lloraría si ella lo hacía fue la primera visión que tuvo de la vida. Para ella, las caras se aprestaban a llorar indefectiblemente si ella estaba en escena. Y como no había un solo rostro que no comprendiera, el mundo para ella se presentaba con un aspecto fácilmente comprensible.
No había un actor en la compañía capaz de hacer llorar a tantos en la platea como lo lograba esa pequeña actriz.
A los dieciséis, dio a luz una niña.
- No se parece a mí. No es mi hija. No tengo nada que ver con ella – dijo el padre.
- Tampoco se parece a mí – dijo la joven – pero es mi hija.
Ese rostro fue el primero al que no pudo comprender. Y sabrán que su vida como una niña actriz se acabó cuando tuvo a su hija. Entonces se dio cuenta que existía un gran foso entre el escenario donde lloraba y desde donde hacía llorara a la audiencia, y el mundo real.
Cuando se asomó a ese foso, vio que era negro como la noche. Incontables rostros incomprensibles, como el de su propia hija, emergían de la oscuridad.
En algún lugar del camino se separó del padre de su niña.
Y con el paso de los años, empezó a creer que el rostro de la nuiña se parecía al del padre.
Con el tiempo, las actuaciones de su hija hicieron llorar al público, tal como lo hacía ella de joven.
Se separó también de su hija, en algún lugar del camino.
Más tarde, empezó a pensar que el rostro de su hija se parecía al suyo.Unos diez años más tarde, la mujer finalmente se encontró con su propio padre, un actor ambulante, en un teatro de pueblo. Y allí se enteró del paradero de su madre.
Fue hacia ella. Apenas la vio, se puso a llorar. Sollozando se aferró a ella. Al hallar a su madre, por primera vez en la vida lloraba de verdad.
El rostro de la hija que había abandonado por el camino era una réplica exacta del de su propia madre. Pero ella no se parecía a su madre, así como ella y su hija no se asemejaban en nada. Pero la abuela y la nieta eran como dos gotas de agua.
Mientras lloraba sobre el pecho de su madre, supo qué era realmente llorar, eso que hacía cuando era una niña actriz.
Ahora, con corazón de peregrino en tierra sagrada, la mujer se volvió a reunir con su compañía, con la esperanza de reencontrarse en algún lugar con su hija y el padre de de su hija, y contarles lo que había aprendido sobre los rostros.
"El Sonido de la Montaña" (1954) Yasunari Kawabata. Comentario desde el Capítulo "Peces Otoñales"

“El Sonido de la Montaña” (1954) es otra de las grandes obras del Premio Nobel japonés Yasunari Kawabata. 
En esta novela, Kawabata describe con fuerte simbolismo los días finales de Ogata Shingo, y la obra la comento desde la perspectiva de “Peces Otoñales”, es el último capítulo de de la novela.
Parece injusto para los posibles lectores de un libro comentar su final y darlo a conocer, es como revelar quién fue el asesino en una novela de misterio. Sin embargo en el caso de “El Sonido de la Montaña”, el final paradójicamente es inconcluso, podríamos decir que virtual y casi irrelevante para disfrutar de cualquier capítulo del libro. Por esto me he atrevido a hacer este inusual comentario, en que el final del libro me permite esbozar una idea del resto de la obra.
Lo he escrito con la humildad de quien no es letrado de profesión ni crítico literario avezado. Son las ideas que han surgido espontáneamente de la lectura de este libro, cuyo contenido a veces debe ser leído y releído para comprender su significado, pero encontrando a cada paso esos momentos sublimes de meditación, emoción y sensualidad propios de Kawabata. Un ejemplo es la reacción de Shingo, el anciano héroe de nuestra novela, ante una máscara de Noh:
“Al acercar su cara (a la máscara de Noh), la piel luminosa como la de una jovencita, se suavizó ante sus envejecidos ojos, y la máscara cobró vida, cálida y sonriente. Contuvo el aliento. A unos seis u ocho centímetros de sus ojos, una doncella llena de vida le sonreía, límpida y bellamente.
Los ojos y la boca estaban verdaderamente vivos. Las cuencas vacías estaban ocupadas por pupilas negras. Los labios rojos se habían vuelto sensualmente húmedos. Conteniendo la respiración se aproximó rozando la nariz de la máscara con la suya. Las pupilas negras flotaron hacia él y la carne del labio inferior palpitó. Tuvo la tentación de besarla. Pero se apartó con un suspiro.
Le dio la impresión, a cierta distancia, de que todo había sido mentira. Por un instante jadeó con pesadez.”
Ogata Shingo, anciano para la época, 62 años en el Japón de post guerra, pero aún activo y trabajador, se mantenía firme en sus tradiciones ancestrales, su honor y su sentido patriarcal. Sin embargo, los cambios sociales de la época, la forma de vida de las nuevas generaciones incluyendo su familia y su propia sensualidad le plantean interrogantes y conflictos que van conformando el entramado complejo de sus últimos días.
Esta novela, especie de drama del día a día, la escribe Y. Kawabata con su habitual delicadeza y elegante finura de lenguaje a que estamos acostumbrados, pero de pronto, nos sorprende con diálogos de frases directas, casi brutales, en las que explota el conflicto familiar, social y sensual subyacente, sin perder para nada la elegancia y genialidad que lo caracterizan.
Desde el comienzo de la novela, Shingo se ha percatado de su pérdida de memoria y de pronto, en forma premonitoria, un sonido extraño, el sonido de la montaña, lo golpea en la soledad de la noche con un anuncio de muerte. "Aunque apenas se había iniciado agosto, los insectos de otoño ya estaban allí cantando; hasta se oía el goteo del rocío de una hoja en otra. Entonces oyó a la montaña. No era el viento. Con la luna casi llena y la humedad en el aire bochornosos, la hilera de árboles que dibujaba la silueta de la montaña, estaba borroneada, inmóvil. En la galería, ni una sola hoja de helecho se movía.
En los retiros de montaña de Kamakura, algunas noches se podía oír el mar. Shingo se preguntó si habría sido el sonido del mar. Pero no, había sido la montaña.
Era como un viento lejano, pero con la profundidad de algo que retumbara dentro de la tierra. Sospechando que podía tratarse de un zumbido en sus oídos, Shingo sacudió la cabeza. El sonido se interrumpió y, de repente, tuvo miedo. Un escalofrío, como un anuncio de que la muerte se aproximaba. Quería interrogarse, con calma y determinación, si había sido el sonido del viento, el rumor del mar o un zumbido dentro de sus oídos. Pero había sido otra cosa, de eso estaba seguro. La montaña. Como si un demonio con su paso la hubiera hecho sonar.”
“Peces Otoñales”, parece comenzar en la forma típica de un último capítulo de cualquier novela. En forma directa y cruda dice: “Sucedió una mañana de octubre. …”, pero lo que sucede, dramático en sí mismo, no es el final, es el comienzo de una suerte de resumen general de los conflictos descritos en los capítulos anteriores, conflictos a menudo velados, otras veces manifiestos pero contenidos, que poco a poco se han ido incrustando bajo la piel y en la mente de Shingo, no solo por este entrevero complejo de sus firmes valores tradicionales y las nuevas costumbres de postguerra, sino también por una fuerte carga de erotismo ilícito que lo perturba ante el recuerdo de su cuñada fallecida, cuya belleza admiraba y le atraía y no puede olvidar. También es peturbadora la presencia en su hogar de la bella Kikuko, su nuera, esposa de su hijo Shuichi, hombre “moderno”, desapegado e indiferente, que pareciera adivinar sin decirlo, los pensamientos de Shingo.
La atracción de Shingo por Kikuko se desarrolla con una delicadeza textual, que es a la vez fuerte y sutil, hasta alcanzar ribetes de sublime dramatismo. Shingo conversa con Kikuko:
“…¿por qué tú y Shuichi no van a vivir a otro lugar?
Kikuko levantó la vista sorprendida, y se acercó a él.
-Estaría preocupada – Su voz era demasiado baja como para que Yasuko, la esposa de Shingo, la pudiera oír – Me preocupa él.
-¿Lo abandonarías?
- Si lo hiciera, podría preocuparme de usted con mayor dedicación – dijo en tono serio.
- Una desgracia para ti.
- Lo que se hace con gusto nunca puede serlo.
Shingo estaba sorprendido. Por primera vez le vio una expresión apasionada. Presintió el peligro.”
Shingo no puede descansar. Su vida tranquila ha devenido en un torbellino que no puede controlar.
Y. Kawabata nos lleva a la “última cena”, pequeño aunque gran resumen de la obra. Es una cena familiar escrita con la simpleza propia de un acto tan cotidiano como cenar, pero cargada de emociones contradictorias que no son más pinceladas que retratan la situación “disfuncional” (en términos actuales) de Shingo y su familia, cena que es también el preámbulo del simbólico final:
“Cuando terminaron de comer, el primero en abandonar la mesa fue Shuichi. Y luego Shingo, que se frotaba un calambre en la cintura. Con mirada ausente recorrió la sala y encendió la luz.
-Los calabacines de tu arreglo se están encorvandos -le avisó a Kikuko - Son demasiados pesados.
Pero aparentemente el ruido que hacían al lavar la vajilla impidió que pudieran oírlo.”
Comentario de Francisco Guerrero C.
Marzo 2009.
Santiago – Chile.